jueves, 9 de agosto de 2012

J.R.R. Tolkien: Una descripción (otra de tantas...)




J.R.R. Tolkien era un mala vida. No me alcen las cejas ni se me lleven las manos a la cabeza. Si tienen un amigo escritor a mano, pregúntenle si es sano pasarse hasta altas horas de la madrugada encerrado en el estudio y escribiendo sin cesar tras un largo día de trabajo. Por supuesto, Ronald (así lo llamaban sus padres) no era un obseso compulsivo que lo dejara todo para escribir. Como a todo hijo de vecino, le gustaba pasar tiempo con su familia, le gustaron sus trabajos (mayormente fue profesor, aunque se le conocen otros empleos como, por ejemplo, lexicógrafo para el Oxford English Dictionary) y le gustaba pasear. Pero, en el fondo, siempre estaba buscando inspiración para sus historias. Un espíritu en constante búsqueda que supo plasmar perfectamente en su personaje más querido, Beren, quien removió cielo y tierra para alcanzar la perfección mitológica encarnada en mujer, Lúthien Tinúviel.

Con su pasión inquieta por las mitologías y leyendas, y con su amor desbocado por los idiomas y sus orígenes, uno no puede imaginarse un Tolkien que no fuera escritor. Ya en su juventud se dedicó a cosas tan tremendamente complicadas como la poesía. Y no se crean que se dedicaba a rimar "Las rosas son rojas", ¡que va!

Su primer poema publicado fue en 1911 (con 19 años). «The Battle of the Eastern Field», que ocupó nada menos que cuatro paginazas de «The King Edward's School Chronicle», era una parodia de la obra «Cantos populares de la Antigua Roma» de Thomas Babbington Macaulay. Pero los poemas de Tolkien no se quedaban en meros juguetes ni bromas. Ya en 1914 escribió «The Voyage of Eärendel the Evening Star», con su necesario título en anglosajón «Éalá Eärendel Engla Beorhtast». Fue en ese preciso poema donde el legandario legendarium de Tolkien nació. Más tarde siguió escribiendo poemas toda su vida, hasta llegar a 84 poemas conocidos. Muchos de ellos aparecieron después en sus libros en forma de canciones o baladas (lays).

Pero pronto Tolkien se dio cuenta de que la poesía se le quedaba corta. De modo que comenzó a redactar sus historias en prosa. Y gastó kilos y kilos de papel. Ya en 1925 escribía Roverandom y en 1936 su Silmarillion contaba con varios cientos de páginas. Fue este Silmarillion, la gran obra inacabada de Tolkien, la que más tiempo consumió. El germen de esta mitología se encuentra en los poemas que Tolkien escribió en 1917. Enfermo por la fiebre de las trincheras contraída en Somme (Francia), mientras se recuperaba en el hospital, Tolkien comenzó a trabajar en tres poemas fundamentales para su legendarium: «El cuento de Tinúviel», «Turambar y el Foalókê», y «La caída de Gondolin». Él pensaba incluirlos en u libro que llamaría «El libro de los cuentos perdidos». Pero, ya sabemos, a fuerza de escribir y escribir, revisar y revisar, la cosa se le fue de las manos y, tras su muerte, su hijo Christopher tuvo material para publicar el propio Silmarillion, trece tomos de Historia de la Tierra Media, Cuentos inconclusis de Númenor y la Tierra Media y Los hijos de Hurin. ¡Y eso sólo en lo que respecta a Arda!

No obstante, a pesar de su ingente trabajo literario, lo que realmente fue uno de los baluartes de Tolkien fue sus idiomas inventados. Y no es de extrañar, pues Tolkien dedicó la mayor parte de sus fuerzas al esforzado oficio de ser filólogo en estado puro (literalmente: amante de las palabras). Si atendemos a las fuentes, Tolkien sabía leer y escribir en: inglés (claro), francés, alemán, latín, inglés medio, inglés antiguo, finés, gótico, griego, italiano, noruego antiguo, castellano (español), galés y galés medio. Además, hacía sus pinitos en danés, holandés, lombardo, noruego, ruso, serbio y sueco. Con esto en mente, se entiende que Tolkien disfrutara con los idiomas hasta tal punto que creara los suyos propios. Hasta 11 distintos, creó. Y, algunos de ellos, extensamente desarrollados (llegó a escribir gramáticas y vocabularios para 15 idiomas y dialectos élficos).

En lo que respecta a la temática, se relaciona ampliamente a Tolkien con la fantasía o los cuentos de hadas. Craso error. Porque lo que realmente iba con Ronald era la épica. La épica de Beofulf, de Sir Gawain, de las Eddas y el Kalevala. En un mundo en el que los dragones eran fantasía y la fantasía era cosa de niños, Tolkien apela a la imaginación como puro método de defensa para la cordura humana. Tras las dos guerras mundiales, con el realismo pesimista y misántropo como pensamiento dominante en la literatura, Tolkien encabeza una cruzada para rescatar la esperanza que ofrece la épica. Una cruzada que seguirán otros como C.S. Lewis o Robert E. Howard, entre otros. Y una esperanza que se basa, no en el escapismo pueril de un Peter Pan que no quiere crecer, si no en una «renovación» adulta de la propia perspectiva del mundo.

Así se pasó la vida: plantando batalla al desconsuelo. «Si diéramos a la comida, la alegría y las canciones más valor que al oro, este sería sin duda un mundo más feliz», dijo por boca de uno de sus personajes. Y, ¿quién podría decir que esa es una actitud escapista? De modo que se dedicó a sub-crear historias. Historias en las que el lector encontraría «lentes» nuevas a través de las cuales se pudiera contemplar de nuevo el mundo. «Quien no es capaz de desprenderse de un tesoro en un momento de necesidad es como un esclavo encadenado» o «Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.»; aplicabilidad en estado puro.

Sin duda alguna Tolkien es de esos pocos escritores que no necesitan defensa. Las trilladas acusaciones de racista, pro-fascista, pro-comunista o machista; se quedan sin ninguna fuerza a poco que se interese uno por la vida de este escritor que, pese a haber nacido en el Estado Libre de Orange (que no en Sudáfrica) era más inglés que el té de las cinco, y tan «normal» como un padre que les cuenta cuentos a sus hijos para dormir.

Un triste día de septiembre de 1973, Tolkien emprendía el último viaje hacia los palacios intemporales, donde se encontraría con su amada Edith que le estaba esperando. Y, de este modo, el mundo perdía a uno de los más grandes cuenta-cuentos de la era moderna.